jueves, 25 de septiembre de 2014

Grand Declaration of War

   Teniendo en cuenta que no me agrada escribir cuestiones temporales sino reflexiones atemporales y siempre siendo lo más generalistas posible, sin particularizar en mi pequeño mundo o en los mundos que lo rodean, hago aquí una excepción sobre un tema importante para la situación actual aunque también para el futuro próximo.
   Hecha esta salvedad, comenzaré esta breve exposición tratando el espinoso tema de la guerra, tanto entre insignificantes humanos contra insignificantes humanos, como entre insignificantes humanos y el sufrido planeta en el que habitan.
   En primer lugar, la forma ruin y deshonrosa de guerrear en la actualidad, digamos desde unas décadas hasta nuestros días, deja en entredicho a las leyes que rigen una guerra, es decir, los acuerdos de la Convención de Ginebra, tan necesarios a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Resumiendo y para no perdernos entre legislaciones y Derecho Internacional, una guerra “como Dios manda” tiene unos puntos básicos que han de respetarse, no para el desarrollo de ésta, sino para, una vez concluida, que los países en conflicto no continúen guerreando pero esta vez en tribunales internacionales.
   La norma básica es que una guerra se produce entre estados soberanos y ha de ser declarada, es decir, un país debe decirle a otro u otros “quiero entrar en guerra contigo”. Así de simple. Solo entonces entra en vigor la batería de leyes que regirán el conflicto, como son, la toma de prisioneros a los que hay que tratar dignamente, atacar solo objetivos militares, los soldados pueden matar a otros soldados sin ser considerados como asesinos, no se pueden usar armas químicas o biológicas (esto solo a partir de la Segunda Guerra Mundial), etc. Desde que el hombre pisa tierra firme, esto sucede así. Dentro de la malignidad de un conflicto bélico, esas serían las reglas básicas de una “guerra limpia”.
   Hoy en día no existe honor ni limpieza en los enfrentamientos entre humanos. Se producen por cuestiones triviales o por cuestiones que involucran el propio poder. ¿Dónde quedó aquello de expandir el imperio, invadir para sosegar al pueblo y evolucionarlo? Hoy en día se invade para apropiarse de los recursos naturales de otros y realizar matanzas, a cual más cruel, sobre las inocentes poblaciones de civiles que nada tienen que ver con lo que ocurre, y todo por unas creencias obsoletas e imposibles de llevar a cabo o por los delirios de quien ostenta el poder.
Hoy en día no se declara la guerra, hoy en día te mato porque me da la gana.
   Las guerras actuales, varias por desgracia, involucran a distintos estados soberanos contra otros formando coaliciones en pos de un objetivo común. Por suerte, la era atómica militar acabó antes de empezar por lo que el uso y abuso de armas nucleares no está permitido por esas leyes de guerra, aunque no se puede menospreciar ni olvidar que están ahí.
   En segundo lugar, está la guerra del ser humano contra el planeta en el que vive. Es una guerra fraticida, que solo lleva a la propia autodestrucción, a pesar de que el ser humano lo sabe. ¿Se puede ser más imbécil? Creo que no. Evidentemente, el hombre no le ha declarado la guerra al planeta, sencillamente porque éste carece de la capacidad moral de asimilar el daño causado.
   El Pico de Hubert ya ha llegado, la llamada huella ecológica sobrepasa en más de 3 puntos las capacidades del planeta, la población mundial doblará su número en menos de 100 años, el cambio climático está científicamente contrastado (el hombre ha transformado, en menos de 200 años, los ciclos naturales de La Tierra, que llevan produciéndose desde hace 4500 millones de años), el acceso al agua potable solo es posible, de forma natural, para menos de 1/3 de la población mundial… y todo ello en un planeta con recursos finitos que se muere ante nuestros ojos.
   El hombre nunca encontrará vida extraterrestre y vaticino que ni siquiera llegará a pisar Marte porque, antes de que suceda, se habrá autodestruido.

   Voy a acabar con una sonrisa, no todo es tan decadente. Hace pocos días, una tarde me asomé al balcón y escuché a lo lejos unos acordes de guitarra. Era un sonido limpio y pausado. Unas notas al azar pero con melodía. Conseguí localizar su procedencia y me asombré al ver a un hombre en un terrado con una guitarra. Miraba al sol poniente y deslizaba sus dedos sobre la guitarra. Simplemente le salían los sonidos inspirándose en el atardecer. Estuve observándolo hasta que la claridad dejó paso a las penumbras, lo cual hizo que dejara de sonar su guitarra. Él sabía que tenía un espectador y, al marcharse, me miró. Lo saludé y le aplaudí a lo que hizo una reverencia. Volví a entrar en casa alegre y tranquilo. Esa noche dormí de un tirón.